Salimos de Pamplona
con ganas y bien cargados de paciencia para aguantar el largo viaje que tenemos
por delante. Vamos en autobús a Madrid y de allí un vuelo nos lleva a Estambul,
donde averiguamos que nuestro próximo vuelo sale de otro aeropuerto situado a
más de 70 kilómetros, y que para llegar hasta allí tenemos menos de una hora. Sin
que cunda el pánico pero sin perder un segundo, pagamos el visado de entrada en
Turquía, recogemos nuestras maletas y nos montamos en un taxi que nos lleva a
la velocidad del rayo a lo largo de las avenidas, adelantando sin
contemplaciones y corriendo bastante más de la cuenta. Cruzamos el Estrecho del
Bósforo como una exhalación; está oscuro y no podemos disfrutar de las vistas,
pero nuestra recompensa hoy es llegar al enlace a tiempo, cosa que logramos,
con tiempo incluso de tomarnos una cerveza en la terminal…
Nuestro siguiente trayecto
nos lleva a otra escala, esta vez en Sarjah, ciudad de la que ni habíamos oído
hablar, y de la que obviamente no vemos nada. Finalmente llegamos a Kathmandu,
bastante cansados pero con el subidón de llegar a un sitio desconocido.
Nuestro primer contacto con la ciudad
son las dos horas de espera en el aeropuerto esperando a que lleguen nuestras
mochilas, que han decidido venir de Sarjah con algo de retraso. Se ve que les
gustaba más el segundo vuelo que salía de allí.
Alucinamos con la zona de maletas
perdidas del aeropuerto, y rezamos a todos los santos que conocemos para que
las nuestras encuentren el camino hasta nosotros y no se pierdan en esta maraña
de paquetes forrados de plástico sin dueño aparente.
Aliviados por tener nuestras mochilas a salvo, salimos por fin del aeropuerto tras el paso previo por la aduana para obtener el visado. Localizamos a quien nos ha venido a buscar, que en realidad ha aprovechado el viaje porque no somos los únicos huéspedes que llegaban hoy a su casa.
El camino hasta la casa donde nos
quedaremos esta noche nos deja con la boca abierta y la sensación de haber
aterrizado en otro planeta. El ruido, el caótico tráfico, los olores, la polución,
y en general todo lo que vamos viendo a través de la ventanilla del coche nos
llama la atención.
Algo tan cotidiano como un andamio,
que aquí se hace con enormes varas de bambú, el desastroso tendido eléctrico
(que a mí me recuerda a La Habana) o ver cómo la gente acarrea los pesos sobre
la cabeza… todo resulta nuevo y chocante, y nos vamos dando cuenta de que
estamos en un lugar muy diferente, que nos morimos por empezar a explorar
cuanto antes.
Nada más llegar a nuestro destino nos
damos cuenta de que nuestra idea de alojamiento en la ciudad era estar en el
centro o al menos cerca de él, y donde realmente nos hospedamos es en Kirtipur,
que está a unos 7 kilómetros. No es una gran distancia, pero sí lo suficiente
para depender de taxi o autobús, y dificultar bastante los desplazamientos.
Hoy por ejemplo habríamos querido dar
una vuelta, pero son casi las 17:00 y en breve oscurecerá, con lo que
desistimos de ello.
En vista de que el centro de Kathmandu tendrá que esperar, salimos a dar una vuelta por los alrededores de la casa, que es una zona muy tranquila, con pequeñas casitas rodeadas de arrozales, donde los niños vuelan sus cometas tranquilamente y podemos empezar a apreciar el sencillo vivir de la gente de por aquí.
Cenamos con el resto de huéspedes (casi
todos españoles que han caído aquí por la misma consultoría de viajes que
nosotros) un plato de dal bhat en la cocina y luego planificamos el viaje a
partir de mañana, que nos vamos al Parque Nacional Royal Chitwan.
Desde el primer momento comenzamos a
reajustar la ruta que teníamos en la cabeza debido a que por la festividad del
Dashain el país está prácticamente paralizado y por ejemplo mañana no es
posible desplazarse en autobús.
A la mañana siguiente dejamos
Kathmandu sin apenas haberla visto, y nos ponemos en ruta hacia Chitwan, donde
estaremos dos días. De allí a Pokhara y a las maravillosas montañas del
Himalaya, y de nuevo, casi dos semanas más tarde, regresamos a la capital,
dispuestos esta vez a visitarla como es debido.
211 kilómetros separan Pokhara de
Kathmandu. No es una gran distancia, pero nos cuesta recorrerlos la friolera de
8 horas. Viajamos a bordo de un autobús turístico, por lo cual se le suponen
algunas comodidades de las que carecen los autobuses para “locales”, pero la
realidad es que en la práctica las carreteras son las mismas para todos, al
igual que el tráfico, con lo que el trayecto es una agonía. El polvo, el calor
sofocante, los baches infinitos que nos hacen saltar hasta casi golpearnos la
cabeza (nos ha tocado la última fila, y no es nada recomendable) y las continuas
paradas del autobús hacen que desembarquemos en Kathmandu totalmente agotados.
Tras algunas desavenencias con el
dueño de la casa, y sobre todo teniendo en cuenta que nuestra intención es
movernos de forma independiente por el centro de la ciudad (y a poder ser a pie),
optamos por cambiar de alojamiento a la mañana siguiente. Llamamos al taxista
que conocimos ayer para que nos acerque a algún hotel céntrico y terminamos en
el Monumental Paradise, a escasos dos minutos de la plaza Basantapur, cercana a la Durbar.
El hotel está muy céntrico, está
limpio, y teniendo en cuenta los colchones que hemos podido catar hasta el
momento en Nepal, resulta aceptablemente cómodo. Lo mejor sin embargo es su
terraza con bar (desayunos, comidas y cenas buenos y bien de precio), sofás y
wifi.
Una vez instalados, salimos a
empaparnos de lo que esta gran urbe pueda ofrecernos, cámara de fotos en ristre,
dispuestos a ser engullidos por el ajetreo que parece reinar por aquí.
Durbar Square, que en realidad son tres plazas contiguas, es el corazón de la ciudad antigua, donde se encuentran los monumentos y templos más espectaculares. Son templos que siguen el estilo del norte de la India, en forma de pagoda, y conservan vigas, ventanas y tallas de madera con varios siglos de historia. El templo más antiguo de la ciudad se encuentra aquí, y data del S. XII.
En 1934, un terremoto derribó muchos
de estos edificios, por lo que tuvieron que ser reconstruidos, intentando
mantener la forma y los materiales originales.
Hay que pagar entrada para acceder a la plaza, y posteriormente se puede validar la entrada para más días, con lo que resulta bastante asequible.
Lo primero que nos extraña es que la
plaza no sea peatonal. Lejos de ello, los rickshaw, motos, coches y bicis
parecen circular sin aparente control entre los viandantes, personas que rezan a
la entrada de los templos y turistas.
Se trata de una plaza viva, llena de
gente realizando y vendiendo ofrendas y artesanías varias, en la que los
templos parecen ser lugares de rezo muy solicitados, pero además puntos de
encuentro para conversar y reunirse. Las palomas campan a sus
anchas y las vacas se tumban donde les place al amparo de su condición de
animales sagrados.
Nos llama la atención el lamentable
estado de conservación de algunos de ellos, que son usados como escaparates o
incluso situando de viga a viga las cuerdas de tender la colada. Intentamos imaginarnos
esta misma escena en las ordenadas ciudades de Occidente y nos preguntamos cuánto
tiempo tardaría la gente en ser detenida por atentado contra el patrimonio.
Cada puesto callejero de venta de comida,
tintes o cualquier otro producto nos resulta curioso, y vamos caminando con los
ojos muy abiertos y sacando fotos continuamente.
Casi sin darnos cuenta abandonamos
Durbar Square y nos adentramos en Indra Chowk, una plaza en forma de estrella
en la que convergen seis calles y que muestra un enorme ajetreo de ventas,
sobre todo de telas de miles de colores.
Callejeamos un rato sin rumbo y decidimos
dirigirnos hacia Thamel, pasando primero por el enorme estanque Rani Pokhari con
su templo dedicado a Shiva en el centro, que como sólo abre un día al año y no
coincide que sea hoy, no podemos visitar.
Una vez en la avenida Durbar Marg, llena
de oficinas de líneas aéreas, hoteles y restaurantes más bien caros, y tras una
oportuna parada para desayunar por todo lo alto, llegamos al nuevo Palacio Real, que hoy en día
es un museo.
Allí giramos a la izquierda y entramos
en Thamel por Tri Devi Marg, donde nos sumergimos sin tiempo para coger aire en
el laberinto de calles estrechas atestadas de tiendas que es esta zona.
Se alternan las tiendas de artesanía con las oficinas de empresas de trekking, las tiendas de ropa de montaña de imitación, restaurantes y cafés…
Las opciones donde dejarse aquí el dinero son infinitas, pero hay que comparar bien los precios y armarse de paciencia con el regateo, cómo no.
Vemos multitud de alojamientos, pero al
menos a nosotros nos parece una zona demasiado ajetreada, y no tenemos claro
que a la noche el nivel de ruido se vaya a rebajar mucho, así que estamos
contentos con nuestra elección para dormir cerca de Durbar.
Tras mucho vagabundear arriba y abajo por
el puñado de calles que constituyen Thamel, nos detenemos a comer en Everest
Steak House, un sitio bastante recomendable.
Después de comer seguimos callejeando
buscando el sitio más económico donde comprar los billetes para nuestro vuelo
panorámico sobre el Himalaya, y se nos echa la tarde encima dando vueltas de aquí
para allá. Optamos por regresar en rickshaw al hotel, cenar allí y disfrutar de
la tranquilidad de la terraza, ahora que el ajetreo de la ciudad parece estar
casi desapareciendo.
Nos hemos comprado unos bollos de pan
y unos quesitos, con la idea de hacernos un picnic, pero el queso tiene tonalidades
verdes y marrones que no creemos que nuestro estómago vaya a tolerar, así que
nos comemos un bocadillo de pan con pan.
A la mañana siguiente nos damos un
buen madrugón para recorrer algunos de los lugares más emblemáticos del valle.
Contamos para ello con los servicios de nuestro taxista de confianza (al que
conocimos antesdeayer), que nos va a llevar de un sitio a otro y nos va a
esperar mientras hacemos el turista por ahí.
La primera parada del día es Bhaktapur
(ciudad de los devotos), a sólo 10 kilómetros de Kathmandu. Es famosa por ser
una de las ciudades más bonitas de Nepal, la que mejor ha conservado sus
monumentos medievales y sus casas de estilo newari, y con diferencia la que
mejor estado de conservación y limpieza ofrece al visitante. Esto parece ser
debido a que la entrada para los visitantes es considerablemente más cara que
la de Durbar Square en Kathmandu. Sea como fuere, en cuanto se comienza la
visita el gasto queda compensado, y si es posible, hacer la visita a primera
hora de la mañana o a última de la tarde, mejor que mejor.
Al igual que en otras ciudades nepalíes,
lo que hay que visitar aquí se concentra en su Durbar Square o plaza real, en
la que hoy no obstante faltan varios edificios que se vinieron abajo con el
terremoto de 1934 y no volvieron a ser levantados.
Resulta fascinante pasear entre estos
templos prácticamente solos, pudiendo detenernos a contemplar las tallas de
madera en perfecto estado, caminando sin apenas tráfico ni ruido, y dejándonos
llevar por la curiosidad, mientras vamos consultando la guía intentando enteramos
del significado de las diferentes tallas y estatuas.
En Taumadhi Tole, que es una plaza
anexa a la real, se encuentra el templo más alto del valle y en Tachupal Tole
se conservan varias casas con intrincadas tallas de estilo newari en sus
ventanas y vigas. Una maravilla.
Tras hora y media de visita, volvemos
al taxi para dirigirnos a Patan, que forma, junto con Bhaktapur y Kathmandu, el
trío de las ciudades más importantes del valle. Al igual que las otras dos, ha
sido capital de varios reinos medievales a independientes a lo largo de los
siglos. Se encuentra a sólo 2 kilómetros de Kathmandu, pero entre el estado de
las carreteras y el tráfico desastroso, nos cuesta más de una hora llegar.
Patan no es grande, y al igual que en otras ciudades, la mayoría de los monumentos se concentra en su Durbar Square, que está congestionada de templos. Su Palacio Real es impresionante y alberga hoy en día un museo, pero nos lo encontramos en obras, así que nos quedamos con las ganas de visitarlo.
La mañana va avanzando y ya no disfrutamos
durante la visita de la paz y la soledad que hemos encontrado en Bhaktapur, con
lo que sin darnos cuenta aligeramos el paso. No obstante, no perdemos la ocasión
de detenernos en las escalinatas de algún templo a contemplar pequeñas escenas
de la vida cotidiana, que nos acercan al Nepal pausado y humano.
Nuestra siguiente parada es la estupa de Swayambhunat, que se encuentra a 2 kilómetros del centro de Kathmandu, y a la que se puede acceder dando un paseo por un camino que arranca al sur de Durbar Square. Se encuentra sobre una colina que se asciende por una larga escalera de piedra, a cuyos lados hay numerosas estatuas, puestos de artesanía y una ingente cantidad de macacos que dan su nombre al lugar, también conocido como Monkey Temple.
Nuestra idea era que el taxista nos esperara en la base de la colina para
poder subir las famosas escaleras, pero no nos entendemos y nos lleva hasta
arriba, así que nos saltamos esa parte de la visita.
La base de la estupa es de piedra
blanca, y está rodeada por los cilindros de oración rotatorios. La parte
superior tiene forma de torreta cuadrangular, donde se ven pintados en cada
cara los ojos de Buda que todo lo ve, uno de los símbolos más reconocibles de
Nepal. Sobre ella, los trece estados del monumento representan los trece
niveles de conocimiento por los que el hombre debe pasar a lo largo de sus
diferentes vidas hasta alcanzar el Nirvana, que está representado por la especie
de sombrilla que corona el monumento.
En el recinto hay además varias chaytias o pequeñas capillas con imágenes, una gompa o monasterio donde tiene lugar el rezo, otros
templos de interés y el dorje de piedra, que recibe al visitante que accede por
las escaleras.
Recorremos el recinto (que está infestado a partes iguales de macacos y de
turistas) con calma, disfrutando de uno de los lugares que más ganas teníamos
de conocer. Nos detenemos a contemplar cada detalle, sacamos cientos de fotos,
y nos dejamos llevar por la espiritualidad del lugar, a ritmo de la música de
los monjes tibetanos, que terminamos llevándonos en un cd.
Las vistas sobre la ciudad son impresionantes, y contemplar cómo el viento
agita las banderolas de oración es algo de lo que sencillamente no nos cansamos.
El siguiente punto del itinerario es Bodhnath,
principal centro del exilio tibetano en Nepal, que se concentra alrededor de la
mayor estupa del país, dentro de la cual se cree que hay una reliquia de Buda.
Rodeamos la inmensa estupa en sentido
de las agujas del reloj, haciendo girar a nuestro paso los alrededor de 800 cilindros
de oración, contagiados por la paz que se respira aquí. Nos asomamos a una de
las gompas y a varias tiendas de artesanía, donde nos llevamos para casa rollos
de banderolas que ya estamos pensando en hondear al viento al lograr alguna
cumbre.
Pashupatinath es nuestra última visita del día, adonde llegamos pasadas
las 13:00, tras un breve recorrido en taxi, ya que apenas un kilómetro lo
separa de Bodhnath.
Este es uno de los principales templos hinduistas a nivel mundial, y desde
luego el más relevante de Nepal. Es un lugar de peregrinación que recibe a
muchos visitantes de India. Se erige a orillas del Río Bagmati, en cuyos ghats
se elevan cada mañana las pilas funerarias para las cremaciones.
La visita al templo está vetada a los no hindúes, como ocurre con otros
templos, pero la visita a los alrededores resulta como poco impactante.
El hecho de contemplar cómo las familias velan, purifican y queman a sus
seres queridos en un ambiente en el que se mezcla su duelo con la curiosidad de
los turistas, supone un choque cultural tan grande que nos sentimos por un
momento como extraños sin derecho a estar aquí. No obstante, el hecho de que se
cobre entrada para acceder al recinto, nos devuelve a la realidad, en la que se
obtiene un claro beneficio económico con el turismo.
Además de las propias cremaciones, la variedad de sadhus, santones, yoguis
y otros elementos que buscan vivir de la caridad nos llama la atención y no nos
resistimos a inmortalizarlos (previo pago, eso sí).
Nos damos un buen paseo la orilla del río y tras un rato sentados frente a los ghats, ya con suficiente humo en los pulmones, damos por terminada la visita, con una sensación extraña en el cuerpo.
Damos por terminado el tour turístico
y nos dirigimos a Thamel para contratar el vuelo panorámico de mañana. Nos hemos
ganado una buena comida con tanta visita cultural, y tras ella terminamos el día
yéndonos de compras de recuerdos, de tienda en tienda una vez más…
Nuestro último día en Nepal comienza
muy temprano: ayer quedamos con nuestro taxista particular a las 5:00 porque
tenemos que estar en el aeropuerto a las 5:30. Cuando llegamos está cerrado y
hacemos dos filas, separados por sexos, para ir situándonos para los controles
de seguridad. Hay una mezcla curiosa de gente que va a volar hacia Lukla o
Pokhara con idea de comenzar sus rutas de montaña, y de turistas que vamos
equipados únicamente con nuestra cámara de fotos para el vuelo panorámico sobre
las montañas.
Una vez superados todos los controles
nos sentamos a esperar, ya que los vuelos van con retraso, lo cual no nos
preocupa, ya que mientras sigan despegando quiere decir que el tiempo se
mantiene apto para volar. Aquí es muy común que un cambio brusco de la
climatología dé al traste con los planes de vuelo, y en vista de que ya no
tenemos más días de vacaciones, un retraso de este tipo sería definitivo para
nosotros.
Nuestro vuelo es con Guna Air, a bordo
de una avioneta de 16 plazas, distribuidas de forma que todos tenemos una
pequeña ventanilla en la que dejar nuestros ojos clavados ante el espectáculo
que se abre ante ellos.
Durante el vuelo, vamos pasando por
turnos a la cabina para ver con más claridad y poder sacar mejores fotos, todo
un detalle visto el tamaño de las ventanas…
La vista es maravillosa, el poder ver
el Himalaya desde esta perspectiva es, como dice el diploma que nos dan a la salida
“algo que se hace una vez en la vida”. Cientos de majestuosos picos nevadas que desde aquí parecen inexpugnables se muestran ante nosotros, y entre
ellas aparecen casi como viejos conocidos el Daulaghiri, el Sisha Pagma, el
Lothse, el Everest, el Pumori, el Cho Oyu… tantas veces los hemos visto en
fotos o en la tele, y ahora los tenemos frente a nuestros ojos, viendo pasar el
tiempo sin apenas inmutarse bajo esa capa de nieve y misterio. Resulta sobrecogedor
e hipnótico, seríamos capaces de pasarnos el día dando vueltas en la avioneta.
El vuelo dura alrededor de una hora, y para las 8:15 estamos de nuevo en
el taxi intentando hacerle entender al piloto que queremos visitar un mercado. Mientras
que nosotros queremos ir en busca de “algo auténtico” él no entiende para qué
queremos ir a un mercado si no queremos comprar nada de comer. Lo cierto es que
el hombre tiene razón.
Nos damos una vuelta por el mercado mientras los tenderos y clientes nos miran como si fuéramos marcianos recien salidos de una nave, cámara de fotos en ristre.
Empleamos el resto del día en visitar Durbar Square por segunda vez y con
más calma, parando a tomar algo en la terraza del Himalaya Café, con unas
estupendas vistas sobre la plaza Basantapur.
Callejeamos por Durbar, Makhan Tole, Indra Chowk, calle Kel, Asan Tole, la
plaza Yitum Bahal y otras pequeñas calles en las que nos parece que tomamos
contacto con aquella ciudad que debió ser Kathmandu hace años. Los puestos de
especias y frutos secos, de tintes y telas, los secaderos de cereal y los
pequeños templos de los que desconocemos el nombre nos van enseñando otro
rostro de la ciudad, que en los días pasados hemos echado en falta.
Tras mucho vagabundear y hacer cientos de fotos, nos despedimos de esta fascinante
urbe cenando en la pizzería Fire&Ice, nada más alejado del típico dal bhat
nepalí, lo reconocemos, pero la pasta nos pierde, qué le vamos a hacer.
Regresamos al hotel caminando por Jyatha Thamel, la noche es ya cerrada y
hay zonas en las que apenas hay iluminación, con lo que nos choca bastante que
se mantengan abiertos los puestos de carne, pescado y verduras. El paseo
resulta perfecto como despedida, y nos deja un sabor de boca dulce en la
despedida de Nepal.
Esperando poder regresar en algún momento, preparamos las
mochilas y nos mentalizamos para un largo camino de vuelta a casa.