Nos
despedimos del Parque Nacional Royal Chitwan y nos embarcamos en una furgoneta
acompañados de otras 21 personas (desafiando algunas leyes de la física), para
recorrer los 147 kilómetros que separan Sauraha de Pokhara. El viaje nos lleva
cuatro horas y resulta bastante incómodo y muy caluroso, aunque ya nos vamos
acostumbrando a estos desplazamientos.
Nada
más llegar nos dirigimos al hotel donde nos hospedaremos, que es el Himalayan
Inn, y que tenemos reservado a través de nuestro guía/enlace en Kathmandu, con
la consiguiente comisión para su bolsillo, suponemos. No está mal situado y es
aceptable en cuanto a comodidad y limpieza (si exceptuamos las hordas de
hormigas que gobiernan el comedor) pero probablemente, si hubiéramos elegido
por nuestra cuenta, habríamos terminado en otro sitio, así que no es la opción
que recomendaríamos.
Pokhara
es la tercera ciudad en importancia de Nepal, pero supone su segundo destino
turístico, cuyos atractivos no son grandes templos ni atracciones culturales,
sino principalmente su situación: desde la misma ciudad son visibles el
Dhaulaguiri, el Annapurna y el Manaslu (todos ellos por encima de la barrera de
los 8.000 metros sobre el nivel del mar), ya que en apenas 30 kilómetros, las
montañas se elevan desde los 850 metros del lago hasta algunas de las cumbres más
altas del planeta. Supone
el punto de partida perfecto para las excursiones al macizo del Annapurna, y
ese es precisamente el motivo de que hayamos recalado aquí.
La zona en la que se concentran los visitantes es la zona del Lakeside (y por tanto la mayoría de los hoteles y restaurantes, tiendas, agencias de turismo y otros servicios), que se puede recorrer sin problemas a pie. Para desplazarse al aeropuerto o a la estación de autobuses, es necesario ir en taxi.
Nada
más instalarnos en el hotel salimos a callejear y comenzamos a familiarizarnos
con el ambiente de la ciudad. Comprobamos que poco o nada queda ya de la magia
y el misticismo que aquellos primeros visitantes de los años setenta se
encontraron aquí, cuando la ciudad comenzaba a abrirse al turismo tras la
apertura de la carretera, en 1968.
Ahora
todo son restaurantes, empresas que organizan rutas y otras actividades
deportivo-turísticas, tiendas de material de montaña… en todos los sitios te
atienden en inglés y la oferta gastronómica refleja un crisol de influencias. Exceptuando
la zona norte del lago, que se mantiene algo menos explotada, el resto es un
centro turístico de primer orden.
En
el casco antiguo de la ciudad, situado al norte, todavía existen antiguos
almacenes y tiendas de estilo Newari, así como dos templos, el Bindhyabasini y el Bhimsen, que la verdad es que no nos acercamos
a visitar.
No
obstante no hay que olvidar que estamos en Nepal, y aquí lo mismo nos
encontramos con vacas caminando en plena carretera, como con motocicletas sobre
las que viaja toda una familia o incluso una cabra, como con puestos callejeros
de venta de fruta y otros comestibles que no dejan de llamar nuestra atención.
Además
Pokhara, con su inmejorable situación geográfica, hace posible poder contemplar
la cordillera del Himalaya mientras se pasea por la calle, lo cual no deja de
ser un atractivo en sí mismo.
El
país continua paralizado por la festividad del Dashain, así que hoy no podremos
hacer los permisos para comenzar el trek mañana. Reajustamos los planes a este
contratiempo mientras comemos y empleamos el resto de la tarde en comprar cosas
que necesitaremos en nuestra ruta por la montaña, tras mucho mirar y mucho
regatear.
A la
mañana siguiente, y en vista de que disponemos de un día para hacer turismo, a
la vez que conseguimos los permisos para adentrarnos en las montañas, decidimos
visitar algunos sitios de interés por la ciudad y sus alrededores.
Para
no hacerlo en taxi y comenzar a estirar un poco las piernas, nos alquilamos
unas bicicletas en un chiringuito en la misma orilla del lago. Nos mimetizamos
automáticamente con el tráfico nepalí y hacemos sonar continuamente los timbres
para hacernos oír, lo cual resulta un tanto ridículo frente a las bocinas de coches
y motos, pero bueno.
A los pocos minutos queda
claro que mi bici no ha pasado las revisiones técnicas de rigor y que me va a
costar un gran esfuerzo conseguir que me lleve a los sitios.
Nuestro primer
objetivo es David´s Fall, un lugar donde el agua del lago Phewa cae en un
agujero y desaparece.
No está
lejos, pero nos pasamos el desvío y continuamos por la carretera hasta que
vemos la indicación para subir a la Pagoda de la Paz Mundial, con lo que
decidimos retroceder.
En vista
de que no tenemos ni idea de dónde estamos, preguntamos a un niño que también
va en bici y nos invita a que le sigamos. Ni cortos ni perezosos nos lanzamos a
su persecución por unos caminos entre casas y huertas para los que
definitivamente nuestras bicis no están preparadas, y en unos minutos estamos
en la entrada del recinto de la cascada.
La visita
se hace en un cuarto de hora, no es que sea nada espectacular, pero es un paseo
y dentro hace fresco, lo cual se agradece.
La
siguiente parada es hacer los permisos de la ruta, para lo cual nos dirigimos
primero a la oficina del TIMS (Treking Information Management
Service), donde aguantamos con paciencia cómo todos los guías de grupos
organizados se cuelan a los “pobres locos” que vamos por libre, y luego a la
Oficina de Turismo, donde la tramitación es más ordenada, pero igual de lenta.
Con nuestros permisos en regla vamos a comer a la zona
del Lakeside, donde hemos quedado con Alejandro, un amigo que coincide que está
por estas tierras.
Nada más arrancar nos cruzamos con una especie de procesión que nos llama la atención, y que observamos con curiosidad haciendo fotos desde una distancia prudencial.
Se trata de una comitiva compuesta por
varios camiones cargados de imágenes hinduistas y santones y al final un camión
donde una chica bastante joven baila provocativamente al son de la música,
mientras un grupo compuesto exclusivamente por hombres camina cerrando la
escena.
No entendemos nada, obviamente, pero
no podemos evitar quedarnos mirando.
Tras
dos horas pedaleando, y cuando ya ha quedado claro que no tenemos ni idea de dónde
estamos ni hacia dónde queda el campamento tibetano, optamos por dar media
vuelta y emprender el regreso.
Para
colmo de males, a la bici de Jorge se le pincha una de rueda y tenemos que
buscar alguien que nos remolque de vuelta a la ciudad.
Tras
mucho regatear, ya que el precio para nosotros resulta ser casi cuatro veces
superior que lo que ha pagado el resto del pasaje, subimos nuestros vehículos al techo y nos sentamos en un asiento para los dos, derrochando comodidad.
El
último tramo hasta el lago lo hacemos bicicleta en mano, y regateamos de nuevo
ferozmente para no pagar el alquiler de mi bici, que ha sido más un peligro que
un medio de transporte.
De
regreso en el hotel, subimos a la azotea a contemplar el atardecer sobre los
tejados de Pokhara, una de esas experiencias que no se olvidan con facilidad.
El
bullicio de la ciudad y su tráfico parecen haber desaparecido, solo tenemos
alrededor otros turistas en alguna que otra azotea, y el maravilloso paisaje
que se abre ante nosotros cambiando de
color para el deleite de nuestras miradas y el objetivo de la cámara de fotos.
La
majestuosa silueta del Machhapuchhre (6.997 m.) se muestra solitaria y
desafiante allá a lo lejos, y parece invitarnos a acercarnos a sus laderas,
cosa que haremos mañana mismo. Ya estamos ansiosos…
Terminamos
el día con una buena cena y nos refugiamos bastante cansados en el hotel, para
dejar todo listo y comenzar mañana la ruta.
Ocho
días después regresamos a Pokhara tras nuestra ruta por la zona del Annapurna, cansados
pero muy contentos por cómo ha salido todo, por lo muchísimo que hemos
disfrutado, y por los nuevos amigos que hemos encontrado.
Sin
perder un minuto, dejamos la mochila en el hotel y cogemos un taxi que nos
lleve a uno de los monasterios tibetanos, ni se nos pasa por la mente
aventurarnos de nuevo a lomos de una bicicleta…
Entre 1959 y 1962, alrededor de 300.000 refugiados se establecieron en el valle de Pokhara, divididos en cuatro campamentos que más tarde pasaron a ser asentamientos.
Estos asentamientos y sus respectivos templos se pueden visitar, siempre con una actitud respetuosa, admiten colaboraciones y voluntariado dispuesto a ayudar.
A las
15:00 se realiza el rezo diario, al que se puede asistir, y hay una pequeña
tienda de artículos budistas y artesanía donde se colabora con el mantenimiento
de las instalaciones, etc.
Como
llegamos un poco antes de la hora, nos da tiempo a visitar el recinto, hacer
girar las ruedas de oración y poder admirar el templo y su decoración.
Nos
llaman la atención las tallas realizadas con mantequilla de yak de los altares
laterales, y nos entretenemos sacando fotos a los diferentes detalles del templo.
Cuando
los monjes van apareciendo nos indican que podemos tomar asiento en los
laterales de la sala, y que mantengamos silencio absoluto y hagamos las fotos
sin flash.
Asistimos
al rezo en un estado de asombro continuo, esperábamos ver a un montón de monjes
repitiendo continuamente la letanía del “om mani padme hum”, pero la realidad
no tiene mucho que ver con eso. Uno de los monjes dirige el rezo y el resto
contestan a modo de coro, mientras uno de ellos entra y sale del templo
portando unas velas, el sonido de las trompetas, el gong y los platillos nos
pilla por sorpresa cada dos por tres… como era de esperar no entendemos nada,
pero vemos que lo que sucede ante nosotros es un rito milenario que nos
sobrecoge por su naturalidad y nos deja en un estado de recogimiento, tal vez
fruto del desconocimiento o de la propia atmósfera, que invita a la meditación.
Antes
de irnos nos asomamos a la residencia de ancianos, donde los rostros de estos
abuelos tibetanos reflejan toda una vida en sus cientos de arrugas. Compramos un
cuenco tibetano en la tiendita del recinto y regresamos a la ciudad, con la
sensación de haber asistido a algo que probablemente nunca volveremos a ver y
que nos ha dejado una fuerte impresión.
A la
mañana siguiente, nos regalamos un estupendo desayuno en el Hotel Meera, y nos
damos un paseo por la orilla del lago Phewa, que aun no habíamos visitado. Aprovechamos
la primera hora de la mañana, cuando la ciudad aún parece que se está desperezando, las
tiendas todavía no han abierto, apenas hay tráfico y casi no se ve gente.
Una cierta bruma y el silencio de la
mañana nos hacen pensar en aquella canción sobre los lagos de Pokhara, aunque
la ciudad ya no sea la misma y para encontrar aquel misticismo halla que
recurrir a momentos aislados y lugares más bien solitarios.
Caminamos hasta el extremo norte del
lago y nos entretenemos haciendo fotos a las plantas acuáticas y sus reflejos, a
las coloridas barcas que llevan a los turistas y fieles hasta el templo Bahari,
a las orillas del lago llenas de casitas y terrazas escalonadas de arrozales…
Vemos cómo la gente hace vida en el lago: lava la comida y la ropa, tiende en las orillas, pesca… nos acordamos de los carteles que hemos visto en los restaurantes sobre lo fresco que es el pescado del lago, y nos alegramos de no habernos aventurado a probarlo, visto el uso tan variopinto que se le da a estas aguas…
Desandamos
el camino para ir a visitar la Pagoda de la Paz Mundial, que se encuentra en
una colina en una estribación a la derecha del Lago Phewa.
La
pagoda es una gran estupa que fue construida por los monjes budistas de la
organización japonesa Nipponzan Myohoji. Se puede llegar hasta allí alquilando
un bote para cruzar el lago y siguiendo un camino ascendente, o bien por un
camino que sale de la carretera que pasa por la David´s Fall.
Nosotros
no nos vemos con muchas ganas de andar y decidimos subir en taxi, por una
carretera que pone a prueba los amortiguadores de cualquier vehículo.
Una
vez arriba, aparte de la pagoda en sí, lo bonito son las vistas de la ciudad y
de las montañas que la rodean, aunque en nuestro caso las nubes no nos
brindaron la oportunidad de disfrutar del espectáculo completo.
Apuramos
nuestras últimas horas en la ciudad visitando alguna tienda que nos han
recomendado, descansando en el hotel y paseando.
Una
de las cosas imprescindibles que hay que hacer en Pokhara es alquilar una barquita
a última hora de la tarde para contemplar el atardecer desde el lago, pero no
hemos tenido suerte con el tiempo y todos los días una densa capa de nubes nos
ha privado de este placer. El día que alquilamos las bicis ha sido el único en
que el cielo estaba despejado, y como estábamos bastante cansados no lo
hicimos, pero viendo el tiempo que ha hecho el resto de días, ahora nos
arrepentimos.
Así
que para terminar el día, y en vista de que una vez más las nubes nos privan
del placer del atardecer, alquilamos una barca y cruzamos hasta la isla donde
se encuentra el templo Bahari, que visitamos ya de noche.
Nos
despedimos de Pokhara cenando muy bien en el Hotel Monte Kailash, y dejamos
todo preparado para emprender mañana la última etapa del viaje: Kathmandu.